Cuando Era Un Caso Perdido

¡Holis! El post de hoy es bastante crudo y podría llegar a ser abrumador. Hablo de mis problemas mentales sin censura (o bueno, ex-problemas mentales), así que si piensas que leerlo te podría hacer algún daño por favor abstente de hacerlo, o procede con precaución.

 


Hace más o menos 4 años, el año 2014, toqué fondo.

O sea, la verdad es que he tenido hartos momentos malos en mi vida, momentos en los que me he dado cuenta de que tengo que cambiar algo grande, pero yo diría que de todos ese fue el más heavy.

Estaba en la mierda absoluta. El cómo llegué ahí, es muy largo, y podría gastarme 50 posts en sólo contarlo.

Pero no estoy aquí para eso, al menos no hoy.

(Porque últimamente prefiero no contar mucho los detalles de cómo mi salud mental se fue tan a la cresta, y no por un tema de que me de pudor, sino que a veces siento que no es realmente necesario).

 

Un día típico de la Pol de 19 años era así:

Me levantaba temprano para ir a la U, en aquellos tiempos estudiaba antropología en la UCH, el campus me quedaba como a una hora y media de mi casa (por eso ahora nunca me quejo de tacos y cosas así en Viña jaja).

Me iba todo el camino escuchando música, preparándome para la lluvia de ansiedad que me iba a inundar al llegar a la U. Sólo saber que me iba a poner ansiosa me ponía aún más ansiosa.

En general me llevaba mis comidas para todo el día: desayuno, snack, almuerzo y once.

Llegando a la U empezaba el show, tomaba la entrada que me quedaba más cerca, y mientras caminaba los varios metros para llegar a la facultad de ciencias sociales iba sobreanalizando cada situación.

“Puta, la weona fea, ya me vestí ridículo, y más encima gorda, por último me vistiera mal y fuera flaca, ahí me lo perdonarían.”

Como yo no me tenía ninguna piedad, pensaba que el resto también era así conmigo.

Si me miraba alguien de inmediato pensaba que me estaban criticando en su cabeza, si dos personas se reían, obviamente se estaban riendo de mí.

Porque me vestía ridículo, caminaba ridículo, mi pelo era ridículo y aparte era gorda. Yo no era un ser humano válido, como los otros. Yo era el peor ser humano del mundo.

(Y esto es algo que yo digo con bastante frecuencia, pero la ansiedad es súper egocéntrica).

Buscaba la sala en la que tuviera clases y me encontraba con mis compañeros, mi ansiedad subía hasta el techo, que tal niña es mucho más linda que yo y aparte es inteligente, que esta otra compañera es mucho más flaca que yo, que esta otra persona tiene mucho más “éxito romántico” que yo… y así. Cientos de comparaciones ridículas que no se iban de mi cabeza.

Y era así todo el día, todos los días.

¿Cómo llegué a tener una autoestima tan pero tan mala que sentía constantemente que debía “cumplirle” a los demás, sobre todo con mi apariencia?

La ansiedad, por cualquier detalle de mi vida era tan grande que a veces me disociaba de mí misma. Sentía que mis acciones se veían como en tercera persona, como si no fuera yo.

Tenía “brain fog”, veía borroso, me daban crisis de angustia.

Algunos días lograba “comer bien” (menos de 1200 calorías en el día), otros días me lo comía todo antes de almuerzo.

Mis compañeros encontraban gracioso que llevara tanta comida o que siempre estuviera comiendo algo dulce, y en perspectiva lo más probable es que sí se haya visto gracioso.

Pero para mí, completamente enferma, eso sonaba a que me habían pillado, a que sabían mi secreto: yo no estaba bien, tenía un problema con la comida y con la ansiedad.

Y en el fondo yo lo único que quería era bajar de peso, volver a bajar los 12 kilos que había bajado de mala forma cuando estaba en el colegio. No me importaba el precio, pero mi cuerpo ya no me lo perdonaba.

Porque ante la más mínima señal de restricción me exigía comer compulsivamente.

Los atracones tomaron el control de mi vida, e increíblemente al hacer eso también me salvaron. Porque yo estaba en un punto tan distorsionado que habría pagado cualquier precio por pesar 20 kilos menos.

 

                   yo, en mi peor momento

 

Yo creo que una de las razones principales por las que nadie se dio cuenta de lo mal que estaba es que sabía ocultarlo bastante bien. Le bajaba el perfil a mis comportamientos autodestructivos, me reía de ellos.

Me reía de haberme comido toda la comida del día en dos horas, me reía de las veces que tomaba sin control y terminaba borracha. Naturalizaba la relación emocionalmente abusiva que tenía con un “amigo”, y así con otras cosas.

Pero en el fondo estaba desesperada por salir de ahí.

Tuve un psicólogo que me hacia sentir culpable por mi ansiedad y sugería que todo era mi culpa, comprenderán que eso no ayudó mucho.

Antes de atreverme a buscar un tratamiento específico para mi trastorno alimenticio, sentía que era un caso perdido. Que nunca iba a volver a ser la persona funcional y más o menos feliz que era antes de caer en toda esta mierda.

Esa sensación de profunda desesperanza me acompañó por varios años.

Aunque diera todo de mí en los tratamientos que hacía, sentía que no iba a ser un bienestar permanente, que eran soluciones parche o que simplemente iba a tener que aprender a vivir con el desastre en el que me había convertido.

Sentía que nadie iba a entender lo pronfundamente enferma que estaba realmente, sentía incluso que era una mala persona y que eventualmente mis seres queridos se iban a dar cuenta.

No sabría decirte exactamente en qué momento esto cambió.

Pero llegó un momento en el que decidí tratarme bien a pesar de toda la basura que mi cabeza dijera.

Aunque mi mente dijera que era una persona mala, manipuladora o mentirosa. Yo me trataba bien. Dejé de castigarme por detalles.

Sin ser consciente del enorme cambio que estaba realizando, de a poco me empecé a sentir mucho menos como “la peor persona que ha pisado el planeta (y que nadie puede entender)” y mucho más como “hey, todos tenemos nuestros problemas, y a partir de ellos podemos empatizar con el resto ¡No somos tan distintos!”.

Sin darme cuenta me dejé de sentir como un caso perdido, porque ya no lo era.

 

 

Quizás efectivamente aprendí a vivir con mis problemas (soy ansiosa y obsesiva por naturaleza), quizás en parte sí acepté el hecho de que me convertí en un desastre.

Quizás fue esa misma aceptación la que finalmente me llevó a ver la luz, y ser la persona resiliente que soy ahora.

Hacer este cambio me tomó años de esfuerzo, durante los que muchas veces sentí que no valía la pena seguir peleando.

Cuántas noches me sentí culpable por el dinero gastado en mis tratamientos porque aparentemente no estaba avanzando, cuántas veces quise rendirme y dejar todo botado porque pensaba que ya no habían más cosas buenas para mí.

Pero adivina qué, tenían razón.

¿Quiénes?

Todos los que dicen que recuperarse no es un camino lineal, todos lo que dicen que hay que seguir peleando porque vale la pena y porque sí se puede estar mejor. Todos los que dicen que una recaída no significa perder todo el progreso.

Te prometo que todos ellos tienen razón.

Y si estas leyendo esto, pensando que tus problemas no tienen solución, o sintiéndote identificadx en algún punto por lo que he contado…

Te prometo que puedes salir adelante.

Yo estuve en la mierda, y ahora estoy bien y feliz.

Y te aseguro que si he sido capaz de hacerlo tú también lo eres, porque te juro que el fondo de mi corazón yo me sentía como un caso perdido.

Y resultó ser, que no era así.

 

Así que perdónenme si hablo mucho, si soy ruidosa, o si me doy color. Perdónenme si me saco muchas fotos, si tengo la media perso o si parezco muy orgullosa de la persona que soy. Porque me tomó años de esfuerzo, y ahora por fin estoy disfrutando la vida y estoy en paz conmigo misma.

Y la verdad es que sí estoy orgullosa de quién soy hoy.

 

 

 



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